Hasta hace muy poco, la ciencia consideraba que los actos
de visión y conocimiento eran absolutamente neutrales. Es decir, establecía una
división tajante entre sujeto y objeto, entre observador y observado. Pero,
últimamente, las cosas cambiaron: la ciencia en general, y la física en
particular, modificaron sus nociones. El concepto de ver, por ejemplo, abrió su
textura: la visión dejó de ser un acto independiente del exterior.
En la física cuántica, el observador influye en el
objeto de estudio. No son posibles, ahora, los observadores aislados del
universo. Hay un microscopio de efecto túnel (MET) que, cuando se lo usa,
modifica lo que enfoca. Este aparato dispara un haz de fotones para palpar lo
que se quiere ver. Esto implica que mirar es tocar y el acto mismo de examinar
produce cambios. Entonces, no es descabellado afirmar que el acto de ver
modifica, altera la cosa observada.
El escritor italiano Carlo Gadda consigna que “conocer
es insertar algo en lo real, y por lo tanto deformar lo real”. Este “deformar”
puede interpretarse como reinventar la forma a partir de la representación.
Esta instancia de mirar hasta modificar el mundo está
presente en El exceso, la novela de Edgardo
Scott. En el texto, el foco narrativo es minucioso y agudísimo: un golpe
certero de vista. Los ojos de los narradores llegan hasta los pliegues menos
frecuentados. Cada objeto, cada acto, cada asociación, se ubica en el centro de
un tramado de relaciones que el responsable de la enunciación deshilvana. El
narrador establece un mapa -siempre efímero- para asentar la multiplicidad del
imaginario. En esto radica uno de los pilares de la poética de Scott.
En El exceso hay
una tensión entre el diseño de la historia y las fibras de la trama. En el
texto, el universo encuentra medios para ensancharse, para agregar un
ingrediente más a la red en la que todo se vincula. Scott no confecciona la
historia como Proust, a partir de vivencias asociadas a puntos espaciotemporales,
sino centrado en cinco protagonistas: el ministro Valle, su custodio, el hijo
del ministro, Elena, la mucama del ministro, y Héctor Leguizamón, novio de la
hija del ministro.
Las mejores imágenes para graficar el desborde son las relacionadas
con el agua: un río que engrosa su cauce cuando el terreno se lo permite.
Justamente en El exceso sucede algo
similar: el horizonte narrativo se amplía, busca espacio en todas las
direcciones. Puede seguir desarrollándose eternamente. Es sabido: el infinito es
la materia del horizonte. Y el discurso de Scott lo sigue con sintaxis exacta,
sin retóricas. Sienta su precedente de urbanidad, limita la desmesura con
vocación de desmesura. De allí que cada oración de la novela sea clave para
sostener la intriga; de allí, que el tono sea el exacto y que la arquitectura
del texto sean tan precisa.
Hay un párrafo que sirve como ejemplo para hacer
evidente este trabajo con la lengua. Se trata de uno que está en “La mujer”, la
parte cuatro de la novela. Aquí, la protagonista, Elena, la mucama del
ministro, recibe la noticia de que su hija permanecerá dos años en Canadá por
trabajo. Cito:
“Su hija había terminado de ducharse. Elena puso el
despertador media hora más temprano. Seis y media. Canadá, volvió a decirse, tratando de incorporar una palabra que de
repente era muy valiosa, que nunca más podría volver a decir con inocencia.
Aquel sonido que ya nunca podría volver a acoplarse, a fundirse, como una gota
cualquiera, en el mar del lenguaje. Esa
palabra –que a la vez era cualquier palabra– era ahora como ciertas zonas del
océano, donde, en el fondo, descansa una vieja embarcación, un bombardero o un
tesoro sumergido, pero que en la superficie, al nivel de las olas, nada tienen
de distinto, y solo con cálculos e instrumentos de medición apropiados que
sepan establecer coordenadas, se puede llegar al lugar exacto; de otro modo, el
mar es el mismo mar, sin ninguna señal ni orientación en la superficie que
indique lo que permanece oculto en su base.”
En estas líneas, el lenguaje conjuga la objetividad de
lo representado con una subjetividad dedicada a encontrar nodos de verdad. En
toda la novela se distingue esta actitud. Hay un merodeo, que emplea el detalle
y la omnisciencia, para llegar hasta las últimas consecuencias. Los cuerpos de
los personajes, sus actos, sus pensamientos y hasta el tramado de sus más
recónditas intimidades son enfocados con una lente de aumento. Todo queda bajo
esa lupa implacable. No obstante, en lo más evidente, en lo mejor iluminado se
ampara la sombra. Como en el caso del retador de Tyson, el mítico campeón de
boxeo, cuya presencia –se consigna en el texto- “se diluye y deja ver su
verdadero sentido: la ausencia, la falta –y ahora, en cambio, la inminencia- del
campeón; del hombre que pone en juego su título, que apuesta a todo o nada su
mayor conquista”. Es decir que la presencia, para ser tal, debe estar esmaltada
con su propio vacío. Scott lo sabe, por eso lo narra desde la concavidad de lo
múltiple.
En El exceso
se narran varias historias. Está la del ministro Valle que se desplaza por la
ciudad, piensa y mira una pelea por televisión; la de su custodio que imagina
todo lo bueno que le espera después de un acto oficial y que enseguida lo vive;
la del hijo de Valle que cumple con su periplo adolescente; la de Elena, la
mucama del ministro, que le toca asumir la migración de su hija al exterior y la
de Héctor Leguizamón, novio de la hija de Valle, cuyo destino es cumplir con un
misterioso encargo del ministro. Todos los relatos están fechados. Los períodos
que abarcan no se cruzan entre sí, salvo en un solo caso. Además, dentro de
cada historia aparecen crónicas que interrumpen la trama y, en algunos casos,
llegan hasta quebrar el hilo discursivo. Estas intervenciones tematizan asuntos
emblemáticos de cada período. Funcionan como puntos clave para determinar el
marco político de cada relato.
El exceso, hay que decirlo, es una pan novela: su voluptuoso ojo narrativo
abarca todo lo que encuentra a su paso. Tiene vocación de vastedad. Es un texto
masivo.
El proyecto de Scott no es, como el de Lobo Antunes, el
de una figura poliédrica que termina por cohesionar en un gran mosaico. No se
trata de eso, sino más bien de un texto que reivindica los fragmentos. Edifica
lo cotidiano a través de la atomización: las partes –se podría decir– no se
entregan al todo. Scott cuenta, para retomar la imagen de la física, con un
telescopio discursivo con el que extraña el mundo, le da una forma nueva que se
adecúa a su relato. Arma con esta herramienta su estrategia dialéctica en la
que superpone saberes, registros y detalles.
Para cerrar quisiera citar un fragmento de Calvino, que
me parece que viene a cuenta.
“(…) los libros modernos que más amamos nacen de la
confluencia y el choque de la multiplicidad de métodos interpretativos, modos
de pensar, estilos de expresión. Aunque el diseño general haya sido
minuciosamente planeado, lo que cuenta no es que se cierre en una figura
armoniosa, sino la fuerza centrífuga que se libera, la pluralidad de lenguajes
como garantía de una verdad no parcial.”
Creo
que en El exceso está presente esa
fuerza centrífuga de la que habla Calvino, esa energía insoslayable, esa
impronta que funciona como garantía en las buenas novelas, en esas que se
releen, en las que quedan para siempre en la memoria.
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