Hablar solos de Andrés Neuman

por Yair Magrino.

Hablar solos es una novela –bellísima, por cierto- que un descuidado análisis puede concluir con que se está hablando de una muerte. Es cierto, hay una, pero siempre que se está hablando de la muerte, de manera inevitable, se habla de la vida.
Las tres voces involucradas se interceptan, se cortan, se pliegan o rellenan, y es así como la trama va construyéndose. El padre, Mario, deja una grabación con sus reflexiones, un regalo póstumo que no sabemos si es para Elena, su mujer o para su hijo Lito. Pero está, y Neuman logra captar la esencia del discurso hablado, errático, contradictorio, lleno de interrupciones y cambios de ritmo. De Lito nos deja ver su monólogo interno, en el que la ternura por la simpleza y la ingenuidad se hacen inevitables. Elena escribe su bitácora de muerte: una especie de diario íntimo en el que logra, o al menos intenta, hacer su catarsis ante la idea de la pérdida. Y es además allí, donde anota –y nos hace saber- pasajes de sus lecturas en los que la muerte, la pérdida y la enfermedad no sólo están presentes, sino que son tema central. Dice: “Me pregunto si, quizá sin darnos cuenta, vamos buscando los libros que necesitamos leer. O si los propios libros (…) detectan a sus lectores y se hacen notar.” Y más adelante, Elena agrega: “Leo sobre enfermos y muertos y viudos y huérfanos. La historia entera de los argumentos cabría en esa enumeración.”
Mario está enfermo y sabe que no tiene mucho por delante. Es el punto de partida y la excusa para llevarse a Lito de viaje, con la intención de poder implantarle un recuerdo, dejarle algo a lo que su hijo pueda aferrarse más adelante. Muchas civilizaciones y tribus han instituido ritos de iniciación para marcar, de manera inequívoca y precisa, el pasaje de la niñez a adulto, la transformación. Este viaje, es uno de ellos. Lito, con el pasar de las páginas, nos va acercando a su ingenuidad y, gracias a ella, nos duele su soledad futura, su dolor futuro. Lo primero que leemos es: “A papá le da risa verme así de contento”. Y a partir de ahí, la empatía se despierta y nuestras condolencias comienzan.
Elena es relegada en la aventura. Ella queda sola. “Mi marido ya sé que no va a volver”, dice ella en un intento por racionalizar la tristeza. Su marido ha quedado reducido a una versión disminuida, pequeña y tal vez sea esa rabia, la de ver al león vencido, al león flaco, la que la impulsa a emprender su propia aventura: Elena comienza un romance con el médico que está tratando a su marido. Se mezclan de un modo natural, la necrofilia, la morbosidad y la perversión. El verdadero hallazgo de Neuman, en mi opinión, es permitirnos transitar todo aquello justificándola. Elena encuentra en el sexo su venganza y su redención.
¿Qué puede decir alguien que se muere, alguien que tiene una fecha cercana y cierta para su muerte? Mario recuerda, piensa, y llena los huecos del pasado. Se vislumbra el reproche por el tiempo perdido o las decisiones mal tomadas. Pero sobre todo, sus palabras nos van quitando el aire, no sólo por todo lo que podría haber sido y no es, sino por el propio límite de la muerte.
Uno de los pasajes más lúcidos –si es que acaso pudiese resaltar alguno en este gran libro de Neuman- trata sobre las reflexiones acerca del duelo. Los quehaceres mundanos se comen el dolor. Neuman le hace decir a Elena: “Cuando las cosas ocurren debemos ocuparnos de ellas, y esa ocupación es su anestesia”. El duelo nos ha sido arrebatado, dice en un párrafo, y se ha convertido en tabú como la pornografía o el sexo lo eran siglos atrás.
Y elijo ahora, una serie de silogismos que pasan por poesía, en el que Elena se debate interiormente sobre el destino final de las cenizas de su marido. “Nunca sabremos dónde anda nuestro muerto.
Un árbol se queda quieto. El mar vuelve. Tengo razón.
Pero un árbol crece, el mar no. Tienen razón.
Pero un árbol envejece. EL mar se renueva. Tengo razón.
Pero un árbol puede abrazarse. El mar se escapa. Tienen razón.”

Y apartir de ese despojo, en el que se encuentra ya sin nada tangible, ni siquiera un ataúd o una lápida, que puedan tocar, es cuando el verdadero duelo comienza y se abre, es tortuoso y aparentemente inacabable camino de la superación que conduce al olvido. Es lo que ocurre con las muertes prematuras, dejan demasiadas cosas en el tintero, como se dice, inconclusas, demasiadas palabras atragantadas. Nos dejan, siempre, hablando solos.

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