Las paredes de cartón de Nicolás Hochman, comité de lectura del Premio Itaú de Cuento Digital.

Vivo en un departamento en el que las paredes son de cartón. Lo difícil no es escuchar las conversaciones de los vecinos; lo difícil es no participar. Es un edificio chico, de clase media, que está habitado por gente miserable, frustrada y llena de rencores. Como yo. Escucho cosas todo el tiempo, todo el tiempo. Cosas de todo tipo. Barbaridades, a veces, o situaciones que me hacen reír. 
Pero mantengo el perfil bajo, ante todo. 
Está por ejemplo mi vecino de al lado, el del departamento 6, que gana tres mil ochocientos cincuenta pesos y no le alcanza para nada, porque la mujer no trabaja. Lo sé porque ella se lo dijo a alguien por teléfono. Eso, y que el marido tiene además una amante, que es fea y tetona. Le dijo al que estaba del otro lado de la línea que él no sabe que ella sabe; que se enteró porque los vio despedirse en la puerta, y que no le dijo nada porque en realidad no lo quiere ni le importa, pero que por lo menos tres mil ochocientos cincuenta pesos son más que nada. 
Está el vecino del 7, el del otro lado, que trabaja todo el día como pinche en Tribunales, aunque está entrado en años. Es el amante de un fiscal que cada tanto sale en los diarios, y que debe tener un sentido particular del morbo al venir a tener sexo a este edificio, en el que las goteras le ganan a los techistas, y el entramado de tuberías desconcierta a los plomeros. 
Enfrente está Elvira. Elvira es un caso particular. Es una señora grande. Grande de más de ochenta años, quiero decir. Una señora que vive sola y a veces está un poco senil, pero que tiene muchos momentos de lucidez, y todo el tiempo libre del mundo. Dedica gran parte del día a cocinar, y como siempre hace de más nos va tocando el timbre y nos regala el almuerzo o la cena. Pero su comida es espantosa. Mezcla ingredientes que no deberían juntarse jamás, o le pone demasiada sal, o cocina las tartas hasta que quedan negras. Cuando soy yo el que recibe estos obsequios se los agradezco, le sonrío, y cuando cierro la puerta voy hasta el tacho de basura y dejo la vianda ahí. Lo hago desde hace tiempo, pero ahora con una precaución: envolver antes la comida en papel de diario, porque más de una vez la vi a Elvira pispiando las bolsas de basura en la calle, como si supiera que es ahí a donde va a parar su tiempo libre. 
Arriba vive una pareja joven. Son chicos que todavía creen en el futuro, en los proyectos, en las buenas intenciones. Sueñan con irse a viajar por el mundo durante algunos años, y mientras tanto planean cómo ahorrar. Planean mientras cenan, mientras cogen, mientras se bañan juntos a la mañana. Pero ninguno de los dos trabaja en serio. Ella hace changas cada tanto, y él quiere ser fotógrafo y espera que algún día alguien le preste atención, valore su obra y lo impulse a la fama. 
Mientras tanto viven acá, y no les importa demasiado que haya olor a gas. Seguramente suponen que es pasajero, que algún día van a alojarse en una mansión, o en un hotel cinco estrellas, y a recordar sus años de juventud y pobreza con una sonrisa. Pero si supieran que tal vez eso no llegue nunca, entonces me parece que dejarían de reírse tanto, de coger en cada rincón de su monoambiente, de soñar con expectativas condenadas desde ahora. 
A veces me pregunto qué es lo que mis vecinos saben de mí. No hablo con nadie, apenas cruzo unos saludos más o menos perceptibles cuando los encuentro en la escalera, y ni siquiera cuelgo ropa en el balconcito mezquino que da al pulmón de manzana. No saben si uso slip o boxers. No saben si me limpio el culo con papel simple o de doble hoja. No saben si a la noche leo, o me masturbo, o si me quedo mirando el techo con una luz tenue. No saben que mi mamá me avisó hace quince días que se estaba muriendo de un cáncer fulminante, del que ella tenía noticias desde hace varios meses. No saben que cuando ayer la internaron de urgencia fui a verla al hospital, y que lo último que dijo, antes de morirse, es que yo le había cagado la vida. Y sobre todo no saben, seguro que no saben, a qué se refería cuando me lo dijo. No lo pueden saber porque ni siquiera me lo explicó a mí. 
Hace dos días vino el tipo que cobra las expensas, que son ridículas. Cada mes el viejo viene y se lleva sesenta y tres pesos, desde hace años. Es un número que se mantiene fijo, que no sube, que explica por qué todo en este edificio se cae a pedazos progresivamente. Es un número que ayuda a entender por qué la única persona que limpia es un pelado de barba y cara de que algún día va a violar a alguien, y que viene una vez por semana, una hora y media. Vino el tipo que cobra las expensas y me sonrió, y me dijo "Hola Martín", como cada mes. Pero yo no me llamo Martín. Martín era el inquilino anterior. Se lo expliqué las primeras seis o siete veces que apareció, pero nole importa, porque para él voy a seguir siendo Martín, como seguramente seguirá siéndolo el que se instale en este chiquero cuando me vaya yo. 
Vino el tipo que cobra las expensas y le pregunté si había podido hablar con el administrador por el tema del caño roto en planta baja, que hace que cada tanto se llene el pasillo de agua. Me miró sorprendido y dijo que sí, que claro, que ya lo habían arreglado. Pero era mentira, porque estaba todo igual. O lo habían hecho, pero muy mal, algo que no sorprendería a nadie por acá. No insistí, le pagué, y lo saludé hasta el mes que viene. "Chau, Martín", me dijo, y me miró raro, con tristeza, como si entendiera, como si supiera lo de mamá. 
Cuando cerré la puerta, el timbre volvió a sonar y pensé que se habría olvidado algo. Pero no. Era la chica de arriba, la que cuando coge gime fuerte y le pide al novio que la insulte en francés. Estaba llorando. Tenía el maquillaje corrido, y lloraba. Me quedé mirándola sin decir nada, sin saber qué hacer. Es linda, mi vecina. Me dijo si podía pasar, y yo pensé que era una idea pésima. Que no barría desde hacía un mes, que la cama estaba sin hacer, que los platos se acumulaban en la pileta desde hacía mucho porque había dejado de salir agua fría y con la caliente me quemaba. En un segundo traté de recordar si habría algún calzoncillo en el suelo, si habría apretado el botón del baño, si no habría nada que delatara todo eso que nunca quise mostrar. Pero la hice pasar. Y pasó. Y se sentó en la cama sin hacer y se puso a llorar con más fuerza, y yo no sabía si abrazarla, si decirle que todo iba a pasar, que todo iba a estar bien, si irme de ahí y dejarla sola para que se desahogara. Pero en cambio fui hasta la cocinita y puse a calentar agua para un té. 
Volví unos minutos después. Ella se había calmado y pasaba el dedo por el lomo de mis libros. Le alcancé el té, me lo agradeció y preguntó si los había leído todos. Si los había leído todos, todos esos libros, preguntó. No eran más de veinte. Le mentí, le dije que sí, y abrió grande los ojos, admirada. Me preguntó por qué un tipo como yo vivía en un lugar así, pudiendo elegir cualquier otra parte del mundo. Cualquier otro edificio que no estuviera a punto de desmoronarse, en un barrio con menos delincuencia, o por lo menos en una calle donde el dealer no tuviera su kiosquito en la esquina. Me quedé pensando qué contestarle, y ella debe haber interpretado mi silencio como no sé qué, porque se rió y me dijo que yo era muy inteligente. Y le dio un sorbo al té. 
Después me contó que se había peleado con el novio. Que tenían muchos planes juntos, pero que él era un mediocre sin remedio, que su vida era un desastre, que no sabía por qué seguía viviendo con una persona así. Y me miró. Y me miró, y yo corrí la vista, y me acomodé para que no se me notara la erección. Y pensé que una escena así era lo más raro que me había pasado en mucho tiempo, y que se me iba a dar. Me miró, y de repente me di cuenta que no tenía forros, que iba a tener que salir corriendo a la farmacia de la otra cuadra, y que en ese lapso todo podía desaparecer: la erección, ella, el edificio. 
En ese momento sonó mi teléfono. No quería atender. Quería que el teléfono no existiera, que 
nunca nadie hubiera inventado un aparato así. Pero estaba ahí, al lado de ella, que miró la pantalla, me lo alcanzó y me dijo "Es tu mamá". Mi cara de pavor debe haber sido muy evidente, porque en lugar de insistir para que lo agarrara, lo volvió a dejar en su lugar. 
Seguimos en silencio unos minutos. Ella tomando su té, yo mirando para abajo. Cuando vació la taza se paró, me dijo que gracias, que le había hecho muy bien charlar conmigo. Me dijo que ahora tenía las cosas mucho más claras. Y que gracias, otra vez. Se paró, sonrió y se fue. 
Hace dos días que se fue. Yo sigo acá, en la misma cama, probablemente en la misma posición, pensando por qué vivo en un lugar así, con las paredes de cartón, donde la gente conoce de memoria la vida de los demás, pero nadie me puede decirme por qué le cagué la vida mi mamá. 

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