El asilo de Roberto Echevarren, jurado del Premio Itaú de Cuento Digital organizado por el Grupo Alejandría.

Durante mi estada en el asilo, siendo muchacha interna, andábamos en contra de las profesoras y las vigilantes. Inventamos un idioma para comunicarnos entre las pupilas; una órbita cerrada. 
Las internas de ese distinguido establecimiento debíamos peinarnos todas de la misma manera: el cabello dividido en dos trenzas que colgaban a lo largo de la espalda. Lo extraño de esas trenzas me saltó a la vista en cuanto entré. Algunas flotaban libres por la espalda, mientras otras ataban sus extremidades entre sí con cintas. 
Uno o dos días después de mi arribo, mientras devorábamos una especie de afrecho, le pregunté a mi compañera de mesa: 
 “¿Por qué ciertas condiscípulas del instituto, donde son tan estrictos en cuanto al uniforme, usan su fantasía en la forma de llevar las trenzas?” 
La muchacha no respondió y se puso colorada. Fijó los ojos en aquel menú desmoralizador. 
 “No es tan simple”, dijo al cabo de un rato. “Es incluso el gran secreto. Sin embargo no puedo ocultártelo. Tú eres mi amiga, o pronto lo serás. Quién sabe. Ya veremos... Estoy segura de que no hablarás de este asunto a las autoridades. De lo contrario te mataría. 
 “La manera de anudar la cinta ha sido inventada expreso por nosotras para distinguirnos y 
reconocernos, sin que las maestras, las inspectoras y sobre todo las guardianas sospechen o adivinen nuestro secreto.” 
 “¿Qué secreto?”  “Las internas se dividen en dos categorías: unas pertenecen al club ‘masculino’, otras al ‘femenino’. Nos reconocemos por la manera de anudar nuestras trenzas...” 
“Pero”, la interrogué, “¿qué significa la diferencia entre los clubes?” 
Me miró de arriba abajo otra vez, no sé si con recelo o con disgusto. ¿Me vio frágil e inocente? ¿Tuvo miedo de escandalizarme? 
 “Toda recién llegada al instituto es vista al principio como perteneciente al club ‘femenino’. Van a clase, estudian las lecciones, obedecen a las maestras. Son abejas obreras. Estas chicas resultan las menos experimentadas o las más cobardes. 
 “Sólo más tarde, si alguna da prueba de cierto valor especial desafiando a una maestra o a una supervisora, si toma alguna iniciativa en un terreno que implique ponerse en riesgo frente a las autoridades, entonces, con el asentimiento de otras, ésta pasa a ser un miembro del club ‘masculino’. Para señalar el hecho ata juntas las cintas de las trenzas.” 
 “...” 
 “De noche nos reunimos en los excusados. Allí discutimos cosas. Hacemos otras que no te quiero detallar. 
 “Es así: las elegidas al club ‘masculino’ tienen varios privilegios. Escogen para su servicio a cualquier pupila del club ‘femenino’, y ella tiene la obligación de satisfacer los caprichos del ‘masculino’. 
 “Las esclavas se dedican a sus amos sin reservas. Ayudan al jefe ‘masculino’ en todo lo 
que pueden. Le preparan las materias de estudio, copian las lecciones, le hacen la cama, 
facilitan, mejoran en todo la vida de esa sisebuta. Los miembros del club ‘masculino’ tienen la facultad de escoger, para su pasatiempo, a tantas femeninas como se les ocurra. 
 “También leemos libros prohibidos. Sobre todo un manuscrito raro con imágenes, comprado por suscripción general. Expone en detalle las enseñanzas de Safo. A través del libro descubrimos las vías de disfrute de innumerables mujeres del pasado y del presente.” 
 Marlena - así se llamaba la informante - era atlética, corría de aquí para allá, daba directivas, capitaneaba. Su actitud hombruna, el cuerpo alentado por el deporte, las espaldas anchas, la cintura ancha, los pies gruesos y las manazas relucientes parecían quitarle los atributos de su sexo. 
 “Quiero que seas mi mujer”, dijo un día. 
 Le dije que sí. La ayudé en matemáticas. Ella tenía el don de la cartografía. Me explicaba los mapas. En los recreos recorríamos el patio juntas saltando en una pata sola. Sorteábamos baldosas según pautas decididas por nosotras. El patio era un mapamundi. Una piedra grande, en el cantero central donde crecían alegrías, figuraba el monte Kilimanjaro. Llegábamos en avión, barco, safari. Trepidábamos por las rocas, bajo los macizos de árboles de paraguas. 
 Algunos sitios eran varios sitios a la vez. En las islas Sándwich coincidía la gruta del Fingal, el Valle de la Muerte. Una grima de toque amargo estremecedor. 
 Al apagarse la luz, íbamos al excusado. Marlena se extendía a lo guacho sobre las baldosas. Cruzaba las manos detrás de la nuca. Me pedía que le masajeara la planta de los pies. La frotaba con arena especial que su prima le traía de una playa de Manantiales. Los granos “molían” los nódulos de stress, una vivísima sensación de rejuvenecimiento, la fuente del amor.  Acudía a la cama para rendir servicio cinco veces por noche. Que un vaso de agua. Que un beso de lengua. Estaba acostumbrada, iba por el oscuro. 
Un lengüetazo. Y me volvía a dormir enseguida. Se me fue el miedo a las autoridades. Vivía para eso. Me volví un atlético yogui tantra. Mi servicio se consolidaba de día en día. Lo demás perdía importancia. 
 Flaca era yo. Me sobresalían los omóplatos. Era una chica actual, la salamandra rosa en la cueva de ella. Mi lengua no papaba moscas. La atendía como dije en cama y fuera de cama. Casi un encono. 
 “Mono”, me dijo. “Soy el jefe de la tribu, vos sos el mono chico, mostrame la cola. Si no, te 
muerdo.” Le mostraba la cola; caminaba sobre la cola del tigre. 
 Después le cantaba. A veces le sonaba una campanilla de bronce. Le escribí: “Cuando te miro, ya no puedo hablar; mi corazón tiembla; mi lengua se traba; siento que me quemo bajo la piel; no veo nada; las orejas zumban; sudo; me pongo más verde que el pasto; creo que voy a morir.”

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